Son las seis de la tarde.
Estoy descansando en la silla de mi escritorio.
Aparentemente no pienso en nada.
Me siento quieto, relajado y tranquilo.
Fijo mi vista hacia el Cristo que tengo al frente de mi escritorio
me le quedo viendo cariñosamente; y digo: Señor, ¿qué hago?
Muevo la cabeza, y sonrío por mi ingenua pregunta.
Tomo papel y pluma…escribiré algo, pero… ¡qué!...
Mis temas de crítica y comentarios, se han agotado.
Ya escribí mucho de lo que pudiera interesar a mis lectores.
Con el tiempo, las costumbres ya son diferentes.
Hablar de política, no me gusta.
Es un tema que ya está muy “choteado”; porque,
únicamente son envidias, egoísmo y ambición por el poder.
De la vida social, ahora la manejan los jóvenes, y la publicidad
en muchas revistas de lujo que circulan gratuitamente.
Escribir sobre filosofía o cultura general, ya lo hice;
mal, porque no soy filósofo ni poeta, pero hice lo que pude
de acuerdo a mis escasos conocimientos literarios.
Entonces, quiero escribir algo, pero no encuentro el tema.
Quité mi vista del papel en blanco. Levanté la cabeza
y me quedé mirando a mi Jesús que tengo al frente.
¿Qué hago, Señor? ¡Aconséjame!
Me pareció ver dibujada en su rostro una leve sonrisa.
Su respuesta fue inmediata y firme:
cerré los ojos e instantáneamente; sobre mi brazo,
y con mi pluma en la mano… me quedé dormido.
Profr. Eladio Alvarado Ávila
No hay comentarios:
Publicar un comentario