Al tener ya 12 años, mis papás me llevaron a la sastrería de mi padrino de confirmación Joaquín Galindo, el mejor sastre de Tehuacán en esas fechas y aceptó que yo aprendiera ese oficio ya que podría ser mi porvenir pues es un trabajo decente, fácil y muy lucrativo.
Esta permanencia de cerca de un año en la sastrería, siguió perjudicando a mi ego, ya que fui objeto de vejaciones y maltrato de parte de los cuatro oficiales que había. Se acostumbraban unas grandes planchas de carbón encendido adentro y para calentarlas me ponía yo en la orilla de la banqueta y les daba aire, para avivar el fuego, campaneándolas de izquierda a derecha a todo lo que daba mi brazo; como no había electricidad, esta fue mi principal tarea de todos los días. Los sábados me pasaba la mañana y la tarde, entregando los trajes planchados a sus dueños por las distintas partes de la ciudad; y como debía llevar el brazo extendido con el pantalón, el chaleco y el saco para que no se arrugaran, terminaba con mis extremidades muy cansadas. Mi único aliciente era recibir una que otra propina de 5 ó 10 centavos en cada entrega, y los 30 centavos a la semana que me daba mi padrino.
Los sastres me hacían muchas maldades y se burlaban de mí, por ejemplo, estando rapado de la cabeza, me daban leves cepillazos con las cerdas que me producían fuerte ardor y como me quejaba, más me lo hacían; una vez, estando haciendo un traje para niño, me dijeron que iba a ser una sorpresa de mi padrino para regalármelo y hasta me lo probaban, casi lloré cuando llegó un señor con su hijo y se llevó el traje; todo esto y otras cosas más, era un juego normal de los oficiales, según decían ellos y aún mi padrino. Sufriendo prudentemente estas vejaciones pasé un año completo y aprendí a coser en máquina, a zurcir, hilvanar, pegar botones, hacer ojales y planchar; hacer ojales a sacos , chalecos y pantalones, era un trabajo molesto a los oficiales; así que me daban ese duro trabajo a mí, diciéndome; "qué bonitos ojales haces" y solo era para que yo me sintiera importante. Los centavos que ganaba, mi mamá me los guardaba, y cuando tenía 12 pesos ahorrados, hubo necesidad de hacer un gasto familiar y me quedé sin mi capitalito.
Creo que poco a poco se fue haciendo fuerte mi carácter, ya que, desobedeciendo órdenes de los sastres y aún de mi papá; me llamó la atención un negocio de fotografía de un local cercano a la sastrería; y haciendo amistad con el Señor Ávila, el dueño me aceptó y aprendí a usar la cámara de tripié, a cargar chasises y a revelar preparando las sustancias. Empecé a ser muy inquieto, también cerca de ahí, estaba la imprenta del Señor Luis Castillo que editaba el periódico "La Escoba" de Tehuacán, cuyo director era el señor Sabino Méndez, y más tarde; Leodegario Toscano, hice buena amistad con Manuel Águila y demás personal del taller y entraba a ver la formación e impresión del periódico y conocí a los reporteros, quienes me dijeron que si quería ser periodista tenía que empezar por ser voceador, así que, a disgusto de mi papá, me fui a vender La Escoba y además El Regional y el Iris, que eran los medios de comunicación de entonces. Conservo esos ejemplares de "La Escoba", de 1933, de los que yo vendía.
En el lapso de año y medio, mas o menos, aprendí algo de sastrería; algo de fotografía y algo de "periodista". En la Avenida Reforma 104, 106 y 108 estaban estos negocios; uno de los sastres se llamó Regino Ortega.
Una anécdota chistosa de esa época: había una casa de vecindad, en el espacio que hoy ocupa el Hotel Reforma; y los muchachos de entonces nos reuníamos a veces para oír a Cri Cri en el único radio de un vecino. Una vez hicimos una especie de Teatro y actuábamos como artistas; me tocó a mí vestirme de diablo y mi actuación consistía en salir a escena corriendo y decir: ¡Ay!....que me llevo las almas al purgatorio", pero mis nervios me traicionaron y dije: "...que me llevo las almas al manicomio", dio motivo a que todo mundo se riera a mandíbula abierta, y yo, sin darme cuenta de mi error, corrí espantado sin saber que ocurría.
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